Azul insensato (fragmento)

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«Indiferencia», obra de Ubé

AZUL INSENSATO

PRIMERA PARTE: EN LA TRINCHERA

I. EL INTRUSO

Alrededor de una mesa ancha y destartalada se reunieron las mujeres. Una de ellas, la más vieja, masticaba incesante una oración enrevesada; ruegos apagados que se estrellaban de un diente a otro, los dos únicos que todavía permanecían anclados a unas encías blancas, vaciadas de sangre. Venían envueltas en mantos negros, de ganchillo, flores funestas que enlutaban su pobre existencia. Todas tenían idéntico rostro, alargado y consumido, nariz escarpada y mentón lanzudo, como si con cualquiera de sus filos pudieran desinflar el globo terráqueo. Mi madre les sirvió un poco de té. Dejó la tetera en el centro de la mesa y esperó a que sus voces de iglesia se ahogaran en el interior de las tazas. Era su mejor vajilla. Sólo la había utilizado dos veces: el día de su boda y aquella noche, cuando tuvo conciencia de que mi padre había muerto. Unos pasos más allá, Cristiana acariciaba con aire distraído los volantes de su falda. Sonreía, sí; mi hermana sonreía mientras el cuerpo de nuestro padre todavía retenía el calor en sus entrañas. La habitación apestaba a humo y a alcohol. Un olor nauseabundo que penetró de lleno en mí y me hizo alzarme de la silla. Cuando quise darme cuenta me encontraba frente a Cristiana. De inmediato mi mano cruzó su cara. Fue un bofetón limpio. Eso quise decirle pero la vergüenza desterró de mi garganta cualquier estúpida disculpa. Tal vez por eso, porque no tenía derecho a enrojecer las mejillas de Cristiana, tan pálidas que la huella de mis dedos quedó impresa allí, igual que si hubiera prendido sobre su piel de ángel un sinfín de fósforos.

–Perdóname –murmuré con la cabeza gacha.

La vieja desdentada clavó sus ojos de aceituna en mí; después con una tranquilidad pasmosa retomó su letanía. Estaba hecha para rezar, del mismo modo que yo estaba hecho para batallar únicamente conmigo mismo, con las miserias que me habitaban.

–Perdóname –repetí sintiendo arder las sienes.

Cristiana tenía la mano sobre su mejilla derecha y me miraba fijamente, con el orgullo en carne viva.

–Te perdono –concedió al cabo, haciendo bailar en sus labios una sonrisa displicente.

Un caballero de familia desconocida, pero que había viajado alrededor de toda Europa, entró inopinadamente en el saloncito. Tras saludar con empalagosa cortesía a mi madre, su figura de hombre de otro tiempo se inclinó levemente ante el cadáver de Nicolás, mi padre. Sobre sus dedos hacía deslizar el ala del sombrero, de un color llamativo, demasiado protagonista para asistir a un velatorio.

Cristiana, al fondo, jugueteaba con un mechón de su cabello. Desde la irrupción del caballero extranjero había permanecido sumida en un silencio cantarín, pues, aunque no se escuchaba con claridad, yo sabía que los labios de mi hermana dejaban escapar las notas tontorronas de una de esas canciones de fiesta.

–No sabe cómo lo lamento, señora –afirmó con fingido pesar el intruso.

Mi madre, asintió. No había derramado ni una sola lágrima durante toda la noche. Se había limitado a pulir la vajilla y a mantener el agua caliente para el té. A veces me preguntaba cuál era el mecanismo interior que hacía funcionar a mi madre, si acaso la que me había dado el ser era una máquina programada para resistir las embestidas de la vida, sin más obligación que ver los días pasar desde una ventana empañada de indiferencia.

–Gracias, Edgar.

Hacía una semana que se había decidido a otorgarle al extranjero un trato amistoso.

–Te agradezco que nos acompañes en un momento así.

Los dos dientes de la vieja asomaron a la superficie. Eran de una longitud extraordinaria, como si su soledad les hubiera dado alas para cobrar formas caprichosas. Así, aquellos incisivos más parecían los colmillos de un dragón que los dientes de una anciana; daba pavor pensar en ellos, contemplar su brutalidad al cobijo de una boca insignificante. Recordé al punto las palabras de Inocencio, mi criado: “Nunca hay que fiarse del agua mansa, se lo digo yo que sé de qué hablo”, decía el infeliz sorbiendo los mocos que se precipitaban hacia su mostacho de buhonero. La hija de Inocencio había sido hallada muerta en el bosque tres años atrás. Todavía hoy se desconocía la identidad de su asesino. Cuarenta y cinco puñaladas no habían sido suficientes para borrar de su mente el recuerdo de Celina. “Se lo digo yo, que sé de lo que hablo”, repetía el infeliz.

El desconocido tomó las manos de mi madre entre las suyas. Fue apenas un instante, lo justo para que ella sintiera una quemazón en el pecho, como el estallido de una granada. De inmediato se zafó de su contacto.

–Cristiana, trae una silla para Edgar –ordenó.

“Ajá”, me dije, “la máquina de mi madre comienza a engrasar pasiones”. Entonces, como en un sueño, la imaginé siendo estrechada entre los brazos de aquel caballero extranjero, abriéndose a unas caricias abrasadoras que fundiría de una vez por todas la coraza metálica que la tenía presa. Mientras, mi padre permanecía quieto en su ataúd de roble, con las manos muy juntas y los ojos cerrados a la traición. Mi madre lo ignoraba pero Nicolás tenía una amante, y de su unión ilícita había nacido una niña. La había visto sólo un momento, por casualidad, una tarde al salir de la Iglesia. Iba cogida del brazo de una mujer menuda que caminaba de forma marcial, como si fuera el sargento de todos los regimientos. Luego, sin detenerse, había cruzado la calle, adentrándose al poco en una casa de fama sospechosa, esas en la que se dan cita las perdidas y los sinvergüenzas. Pude ver claramente como Nicolás se reunía con ella; sin embargo, lo que más me dolió fue el modo que tuvo de besar a la niña, con una devoción que nos había robado a Cristiana y a mí. Juré desde aquel día destinar todas mis fuerzas a odiarlo, poner mi futuro a los pies de un rencor que ya comenzaba a envenenarme. ¡Pobre diablo! Era demasiado cobarde para nada excepto para compadecerme. Nicolás se había largado de nuestra casa a lo grande, con los pies por delante, haciéndonos la burla desde las estepas de nuestro pensamiento donde sin duda se había instalado con una desfachatez insoportable. Me dieron ganas de arrojar sus despojos escaleras abajo; en cambio, lo que hicieron mis manos fue arreglar el clavel de su solapa. “El amor es lo único en este mundo que puede salvarnos del aburrimiento”, pensé. Y sin saber por qué el recuerdo de aquella niña feucha vino en mi busca.

–Se llama Natacha –dije acalorado.

–¿Quién?

Los ojos de mi madre despertaron a la curiosidad.

–La hija de tu marido –hice una pausa para mirar al intruso que, a pesar de haber recibido la silla de Cristiana, no se decidía a ocuparla–, la hija bastarda de Nicolás.

Las viejas enlutadas se tragaron sus rezos.

–¿Nuestro padre tiene una hija? –Cristiana se había acercado casi de puntillas, echando a un lado su natural afán de llamar la atención.

–Así es –afirmé adelantándome hacia el caballero.

–Creo que mi presencia aquí sobra –murmuró tomando nuevamente la mano de mi madre.

–Quédese –dijo ella regresando a la formalidad–. No tengo nada que esconder.

Cristiana se cruzó de brazos. Las viejas eran sólo una mancha negra en el saloncito.

–En buena hora nos das semejante noticia. Tienes tanta delicadeza como mal humor –me reprochó haciendo un mohín de fastidio con su boca de grana. Iba su gesto dirigido al intruso. Cristiana estaba hecha para la perdición, para arrastrar las voluntades de los hombres por un fango infinito.

–Insisto en que mi presencia… –comenzó a decir el del sombrero llamativo.

–Quédese –repetí sin saber qué me había conducido a claudicar.

–Eso, quédese Edgar –habló mi hermana con voz de almíbar.

“¡Ah Lorenzo!, la cobardía ¿qué otra cosa si no?”, dijo una vocecita en mi interior. Para acallar la conciencia le propiné un golpe a la silla, igual que si ella fuera la culpable de los males de la humanidad.

–¿Eso es todo lo que sabes hacer?

Los brazos de Cristiana descansaban ahora sobre sus caderas. Me fijé en su mirada fría, de asco y dejándome arrastrar por mi inherente estupidez de nuevo la abofeteé.

–¡Animal! –exclamó apretando los dientes. Después salió como una flecha del saloncito. Los volantes de su falda se agitaron en el aire con la suavidad de cien amapolas–. ¡Cerdo asqueroso! –oímos desde el jardín.

El caballero de familia desconocida murmuró una disculpa y se precipitó en busca de Cristiana. Las mujeres como ella necesitan constantemente ser consoladas por unos brazos que vienen y van, que han cruzado Europa de parte a parte y que de noche, al abrigo del heno, escriben promesas en francés sobre una piel que ya repudian.

–Ve con ellos –me pidió mi madre vertiendo té sobre la vieja desdentada.

–Se llama Natacha –repetí con una maldad mayúscula antes de abandonar el saloncito.

En el jardín, Cristiana aceptaba el pañuelo del extranjero con tal gracia que más parecía que daba su consentimiento para un baile que tomaba un simple trozo de tela. En una de las esquinas había bordadas dos iniciales: la E de Edgar y una M alargada en exceso que no supe descifrar. Me apoyé en la puerta y encendí un cigarrillo. Mi actitud daba a entender una indiferencia que estaba lejos de sentir, pues mis ojos no se apartaban de los ojos de Cristiana. Quizá por ese motivo mi hermana se colgó del brazo del intruso y caminaron pegados el uno al otro hasta el embarcadero. Di una calada larga y ahogué la rabia en mis pulmones. Allí permaneció un buen rato, hasta que mi deber recién impuesto me empujó a seguir sus pasos. Esta vez mandé la discreción al cuerno. Antes de que pusieran un pie en la barcaza lancé un grito de advertencia. Se lo había visto hacer mil veces a Inocencio, en plena noche, en mitad de una calle desierta de hombres y coches. Solía aullar el infeliz como un lobo en celo; daba miedo estar a su lado porque cobraba entonces un aspecto amenazador, igual que uno de esos criminales de novela que saltan a la yugular de los tarambanas, de todos aquellos que son incapaces de encauzar sus vidas y que por su torpeza merecen morir irremisiblemente y de la forma más cruel. Los pobres siempre mueren a manos de una tragedia exquisita, es su último acto glorioso. Tiré la colilla y me planté entre medio de Cristiana y Edgar M. Los ojos del hombre que había viajado por toda Europa eran verdes y amarillos, de gato. Me fijé en su nariz, torcida hacia la izquierda, y en su barbilla poderosa, y en sus labios llenos, y en sus mejillas salpicadas por una viruela que había hundido su juventud en la desconfianza. Era el intruso de una fealdad hipnótica.

–¿Qué quieres ahora? –me espetó Cristiana reanudando su enojo.

–No eres tú la que debes preguntar si no yo, ¿dónde te crees que vas?

El aire comenzaba a ser fresco. Mi hermana se abrazó en busca de calor.

–Permítame –se apresuró a decir el extranjero cubriéndola con su vieja chaqueta de sastre.

Sin mediar palabra me despojé de la mía y retirando aquella prenda pasada de moda y algo polvorienta envolví a Cristiana con ella.

–Si tienes frío será mejor que regreses a casa.

–Tú no eres mi padre –se defendió.

–Pero soy el que va a cuidar de ti a partir de hoy.

–¡Imbécil! –escupió arrojando la chaqueta al suelo.

Después Edgar M y mi hermana subieron a la barcaza.

–Permítame –habló de nuevo el extranjero ayudándola a acomodarse.

Completamente quieto los vi alejarse de la orilla. Edgar se despidió agitando el sombrero con mucha cortesía, sólo tras asegurarse de que yo no me movería del sitio. Cuando me encendí el segundo cigarrillo mi criado estaba junto a mí.

–La señora me manda decirle que van a empezar los rezos.

En el interior de la barcaza Cristiana desataba su risa de prima donna. Me dieron ganas de estrangularla

–Vamos –le dije sin apartar la mirada de sus botas. Su suciedad logró conmoverme por un instante.

Inocencio caminaba de forma apresurada, arrancándole al aire zancadas imperiosas, sin dejar de chasquear la lengua en el interior de su boca inmensa, ese abismo que desprendía un constante olor a vino de taberna. Nunca antes había despertado interés en mí su persona; sin embargo, al tenerlo tan cerca, no pude sino observarle con detenimiento, desde los pies a la cabeza, donde una cabellera crespa y abundante flotaba al compás de su marcha. Calculé que sobre la espalda amplia de Inocencio bien podrían cargarse al menos dos sacos de patatas, incluso imaginé que sería capaz mi criado de trasportar un muerto. Ese pensamiento me devolvió a Nicolás, mi padre. Inocencio había sido el último en verlo con vida. Recuerdo con exactitud cómo habían estado bebiendo después de la cena, frente a la chimenea apagada, vaciando botella tras botella y haciendo estallar los vasos contra el suelo. Brindaban a la salud de nadie, como suele suceder en estos casos. Los borrachos no necesitan velar por su existencia porque apenas se dan cuenta de que viven, de que sus bocas sirven para otro menester que no sea ingerir alcohol. Me pregunté, mientras cruzábamos el porche, si a caso mi criado sentiría algún pesar por la muerte de su compañero de correrías. Las relaciones entre los hombres de diferente condición casi siempre sorprenden por su complejidad. Nicolás obligaba a toda la servidumbre a llamarlo Señor Nicolás, con un tono solemne, pronunciando perfectamente la palabra “Señor” como si ni él mismo acabara de creerse merecedor de semejante dignidad. “Señor Nicolás por aquí, señor Nicolás por allá”. Esas eran las únicas frases que se escuchaban en mi casa a todas horas. Sin embargo, con los primeros velos de la noche, todo cambiaba y lo que antes había sido mandato indiscutible se tornaba de súbito en ley revocada, echada a un olvido pasajero frente a una chimenea que se llevaba los malos humos que exhalaban de la cabeza grandiosa de mi padre.

–Para ti soy Nicolás a secas –le decía derramando su coñac más preciado.

–Sí, señor –aceptaba Inocencio acercando su vaso con avaricia.

–Nicolás, hombre, Nicolás, ¿Es que no somos iguales?, ¿no estamos compartiendo mesa y confidencias? El coñac es el mejor amigo de los hombres como nosotros –sentenciaba mi padre, librándose de las etiquetas y adquiriendo una pose de pobre diablo–. Bebe, Inocencio, bebe hasta que te reviente el alma.

No escuché más porque subí de inmediato a mi alcoba. Cristiana me aguardaba al pie de la escalera. Sus trenzas estaban deshechas y traía la falda revuelta, puesta del revés.

–¿Está abajo? –me preguntó en un susurro.

Su voz era ronca y sensual. Por un momento quise que mi hermana fuera una desconocida. Por si acaso, aparté la mirada de su rostro, encendido y salpicado de sudor.

–Sí, está con Inocencio.

–¿Todavía?

Asentí en silencio. Cristiana entonces comenzó a retorcer con impaciencia los volantes de su falda.

–¿Por qué Dios nos ha castigado con un padre borracho?

Siempre que surgía algún contratiempo la ira de mi hermana se dirigía directamente a Dios.

–Es el peor padre del mundo, preferiría mil veces ser huérfana a tener que soportar a esa bestia.

Luego se sentó despacio en el peldaño más alto, con la frente erguida, como si fuera una reina a punto de presenciar la ejecución de un reo.

–¿Crees que la muerte de un borracho es importante? –dijo al cabo dejándome tan frío como una estatua.

–La muerte siempre es importante.

–Bah, no sé por qué me molesto en preguntarte nada. Eres un cobarde.

La tomé por los hombros con fuerza, después acerqué su boca a la mía y la besé con toda la rabia de la que era capaz. Sobre los labios me dejó un gusto a anís y a sangre.

–¿Un cobarde se atrevería a besar así a su hermana?

–¡Imbécil! –escupió atravesando el saloncito con la rapidez del rayo.

Frente a la chimenea, Inocencio y mi padre apuraban el quinto vaso. A sus pies yacían los restos de su particular contienda, una batalla que normalmente ganaba la inconsciencia.

–Salut, mon ami! –exclamaba Nicolás en un francés tan afectado como impropio.

Horas más tarde el hombre que se hacía llamar “Señor” protagonizaría una muerte sin importancia. Cristiana fue la primera en darme la noticia.

–Baja al saloncito, nuestro padre ha muerto –pronunció con una pasión conmovedora.

Cuando el criado se volvió hacia mí, sus facciones se me antojaron amenazadoras, como las de una animal herido. Hubiera jurado que en el corazón del bosque, Inocencio daba rienda suelta a su ferocidad. La muerte de Celina lo había convertido en un solitario peligroso, de esos que buscan compañía para liquidarla.

–A partir de este momento quiero que me llames “Señor Lorenzo” –le dije tomando la delantera.

–Sí señor.

Me dieron ganas de despedirlo. Los criados tienden a pensar en la inferioridad de sus amos, lo que les hace desconfiados y distantes. Una barrera que yo me impuse el deber de no traspasar de noche, frente a la chimenea. En el saloncito un frío intenso me dio la bienvenida. Allí encontré a Vladimiro y a Rosita, mis abuelos paternos. Las mujeres enlutadas se habían esfumado dejando un humo blanco en la estancia, las cenizas de todas sus penas.

–¡Muchacho, al fin nos vemos las caras! –exclamó Vladimiro extendiendo sus brazos de remo hacia mí.

Yo me dejé capturar por su alegría. Mi abuelo siempre estaba contento, era como si hubiera nacido para torear las desdichas. Ni siquiera había llorado al enterarse de la muerte del hijo.

–Qué le vamos a hacer, son cosas de la vida –decía encogiendo los hombros y dando una chupada a su cigarrillo.

Ocupando el lugar de la vieja desdentada se hallaba Rosita. Bajo un abrigo ajado asomaba el encaje de su camisón. Tenía los pies descalzos, parecía que algún malintencionado la hubiera arrancado del lecho para traerla hasta nosotros. Sus manos blancas y huesudas arrojaban monedas sobre la taza donde el té no había dejado de humear.

–Qué le vamos a hacer, son cosas de la vida –repitió Vladimiro mirando a su mujer.

Hacía un año que Rosita había perdido la razón. Ahora no vivía más que para escaparse de casa y correr hacia el mar. A la orilla de una playa que ya llevaba su nombre, mi abuela llamaba a los marineros que surcaban las aguas, con voz de sirena, y sin esperar respuesta se arrancaba el camisón para que la luna iluminara su desnudez, un cuerpo lozano todavía que despertaba su propia lujuria. Cristiana se mostraba desdeñosa con la madre de Nicolás. Decía que una vieja no tenía derecho a reclamar las atenciones de nadie, mucho menos de unos marineros que nunca estaban. Las dos tenían los ojos azules, de océano esquivo.

Mi madre sirvió más té. En su ataúd de roble mi padre dormía la borrachera de la vida.

– “Señor Nicolás, señor Nicolás…” –oímos desde el jardín.

Reconocí al punto el tono arrogante de Inocencio.

Autor: angelicamorales

Escritora, actriz, artista polivalente...

2 opiniones en “Azul insensato (fragmento)”

  1. Tu relato es muy inquietante,me recuerda la atmosfera de Cumbres Borrascosas. Al ser una de mis obras preferidas, por favor no te lo tomes como una comparación sino como un cumplido.

  2. “El amor es lo único en este mundo que puede salvarnos del aburrimiento”, pensé.

    ¿El amor a la literatura, a uno mismo, a elaborar con placer una trama bien dispuesta, a paladear las palabras, justas, una detrás de otra? El amor a reírse del mundo entremezclando genero negro con historias de folletín. El folletín podría volver a su época dorada si no se notara tu sonrisa de fondo. Si me permites, lo enlazo a mi página de feisbuk.

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