Señores, vamos a darle la vuelta a la ciudad, a poner su corazón en mitad de una jaula.
Encerremos la nevera dentro de un vientre negro acostumbrado a engullir polvo de aire.
Hay que eludir a los pájaros, ponerlos firmes dentro de un botón, hacer con sus alas un collar que enferme en el cuello de un político, que sangre en la barra de un bar donde sirven hamburguesas de poetas y otras frivolidades que no vienen al caso.
Si, señores, la ciudad, ese banco de anciano donde se juntan los más gritones para besar papel de arroz y fumarse cartas, novias, algún trabajo por horas y que requiere corbata.
Señores, nada de asomar el pico a un reloj.
Queda terminantemente prohibido hacer oraciones cortas en el móvil, masticar diez veces las siglas OK escribir valor con b de Boecio y tumbarse a pastar tranvías.
Un poco de calma, señores, porque la ciudad siempre ruge y enseña sus dientes petrolíferos.
No tengan miedo al ruido de las aceras ni a las putas que asoman su pechuga por el ojo de una luz ambarina.
Son animales tiernos.
Son animales de paso.
Son animales de turno y diente partido.
Pongamos del revés toda la herida de la casa, señores, sus muebles roídos por la ginebra, sus niños creciendo sucios a la orilla de una cama.
Por favor y ahora madres con las rodillas al suelo, esposas con las rodillas al suelo, ancianas con los recuerdos al suelo. Y el pelo al suelo. Y el pan más arriba. Y los alambres donde las ideas cuelgan y los más inteligentes se ahorcan junto a sus mascotas.
La ciudad, señores, la ruina, la aglomeración de lágrimas envasadas al vacío de una canción, al vacío de unas manos que no tocan, que no saben del camino de la piel, del camino de las vacas azules que sobrevuelan este poema en guerra.