El misterio está ahí, en el vientre ajado de la fotografía donde dos mujeres se abrazan.
El fondo es feo, una pared repleta de grietas con la pintura gastada por los días o por la lengua de la lluvia.
El misterio no existe.
Las mujeres son madre e hija una tarde de verano en la casa de la abuela.
La casa ya no existe.
Su misterio se derrumbó en otoño, cuando estallaron pétalos de fuego en la boca de la estufa y después todo acabó:
La casa.
Los objetos.
- Las macetas del jardín...
Incluso los gatos han muerto.
Puede que ya sea ceniza todo el color de su descendencia.
El misterio es preguntarse cómo la fotografía sobrevivió al fuego. Cómo ha llegado a mis manos su perfume amarillo, la sonrisa leve de las dos mujeres, ese mohín idéntico de sus labios y no otro. De qué modo sus manos descansan en el regazo, (en el caso de la madre) por qué su cabeza se inclina hacia la izquierda de una sombra (me refiero a la mujer más joven).
El misterio se reduce a la música de mis manos ahora, a la forma de ordenar el palacio de mi alma sobre este papel que intenta alcanzar lo invisible, algo así como:
A-El aliento de la más joven contenido
entre los dientes de su camisa
antes de que alguien, al otro lado,
disparase el mecanismo de la cámara.
B -El pelo de la madre, mojado aún,
como si acabara de salir de una pila bautismal
o una tinaja.
¿Se habrían lavado juntas? ¿Dónde habría ido a parar la soledad de su carne? ¿En qué lugar habría echado flor la raíz de su memoria?
Nadie más posando en este fondo sin pájaros. Ellas a solas, en la oscuridad infinita de la luz, detenidas para siempre en la pupila de un lirio, en la voz mansa de un drogadicto que pasaba por allí y escupió:
Señores, vamos a darle la vuelta a la ciudad, a poner su corazón en mitad de una jaula.
Encerremos la nevera dentro de un vientre negro acostumbrado a engullir polvo de aire.
Hay que eludir a los pájaros, ponerlos firmes dentro de un botón, hacer con sus alas un collar que enferme en el cuello de un político, que sangre en la barra de un bar donde sirven hamburguesas de poetas y otras frivolidades que no vienen al caso.
Si, señores, la ciudad, ese banco de anciano donde se juntan los más gritones para besar papel de arroz y fumarse cartas, novias, algún trabajo por horas y que requiere corbata.
Señores, nada de asomar el pico a un reloj.
Queda terminantemente prohibido hacer oraciones cortas en el móvil, masticar diez veces las siglas OK escribir valor con b de Boecio y tumbarse a pastar tranvías.
Un poco de calma, señores, porque la ciudad siempre ruge y enseña sus dientes petrolíferos.
No tengan miedo al ruido de las aceras ni a las putas que asoman su pechuga por el ojo de una luz ambarina.
Son animales tiernos.
Son animales de paso.
Son animales de turno y diente partido.
Pongamos del revés toda la herida de la casa, señores, sus muebles roídos por la ginebra, sus niños creciendo sucios a la orilla de una cama.
Por favor y ahora madres con las rodillas al suelo, esposas con las rodillas al suelo, ancianas con los recuerdos al suelo. Y el pelo al suelo. Y el pan más arriba. Y los alambres donde las ideas cuelgan y los más inteligentes se ahorcan junto a sus mascotas.
La ciudad, señores, la ruina, la aglomeración de lágrimas envasadas al vacío de una canción, al vacío de unas manos que no tocan, que no saben del camino de la piel, del camino de las vacas azules que sobrevuelan este poema en guerra.
¿Dónde encontraré la casa que me perteneció, la risa que me dio de beber, las hormigas que trepaban en lento por el sudor de mi alma?
¿En qué lugar queda el recuerdo de la infancia, los muros donde dieron a luz los relámpagos aquellas noches de tormenta y miel?
¿Por qué se tienen que morir las personas que amamos, las manos que nos recorren, los labios que nos besan?
¿Hacia dónde gira el camino que es verbo, que es futuro, que es una luz incierta sobre el pecho del mar?
¿Por qué duele el paso del tiempo, los zapatos del tiempo, las cicatrices del tiempo?
¿Qué significa nacer mujer, crecer como muchacha, madurar como esposa o madre o mujer a secas abanicándose todas las fábricas que se la comen?
¿Por qué no se construyen hoy casas confortables, familiares confortables, conversaciones confortables, caricias frescas, miradas verdaderas, el pan sin más aditivo que el hambre?
¿Por qué nos cuesta tanto levantar los ojos hacia el cielo y contemplar el color azul, detenernos en el instante y nada más, ser solo un elemento entre la nada, solo una partícula más dentro del bendito caos del universo?
¿Por qué las cosas pequeñas no existen?
¿Por qué las espinas nos sangran hacia fuera del dolor y siempre hay una pantalla de móvil que inmortaliza nuestros actos cotidianos?
¿Qué sentido tiene fingir que eres quien no eres?
¿Dónde estás tú, mujer detrás de un like que dice me gusta, detrás de un contorno de ojos, de una capa de maquillaje, de un bolso de Louis Vuitton?
¿Hacia dónde vuela el alma, la risa, los poemas, la permanencia, un paisaje natural?
¿Qué sentido tiene viajar a otro país si siempre estamos encerrados en nosotros mismos?
¿Por qué cada vez nos importa menos el dolor ajeno la herida de un pájaro, los pies descalzos de un niño cerca de las alambradas, el éxodo de un pueblo, la corrupción política?
¿Qué es un hombre si deja atrás la ternura del animal que le lleva?
las mujeres doblan su sangre avanzan por un pasillo estrecho buscan un lugar en el vestuario y se desnudan
el agua las bendice bendice sus heridas su vientre estéril ese teléfono que enmudece los domingos bendice sus piernas hinchadas el hueco de su pecho los pájaros que han dejado de picotear su sien
las mujeres hacen como que nada pasa y comienzan a danzar el agua es un charco de pis una sopa nostálgica algo parecido al desorden líquido de las horas
hay música en el aire y ellas danzan
hay un salvavidas que les enseña a estirar los huesos que ya no están que les enseña a colocar en recto su dolor
cuando concluye la clase las mujeres arrastran su soledad pequeña y regresan al vestuario entonces hablan desnudas hablan sus tetas grandes hablan sus tripas grandes hablan y yo estoy ahí en mitad de esa carne que se encorva y suplica piedad y yo estoy ahí acurrucada en mi silencio buscando unas bragas limpias huyendo de ese espejo tan animal que me señala y ríe
Detrás de todas nuestras máscaras de hombre mal nacido hay una estrella azul que ilumina un hogar.
La estrella puede ser el fantasma de una madre señalando una fotografía donde de niño le sonríe al mundo.
La sonrisa es oscura porque te faltan dos dientes y el mundo es apenas un rumor lejano sobre la caligrafía de un soldado del Japón.
Pero ahora la madre no está y la ciudad es un ataúd confortable donde respirar facturas y bocanadas de leche.
Puede que el exilio no sea otra cosa que darle dos vueltas a la llave y poner rumbo al vacío de una canción de infancia.
Mientras tanto, abro mi correo y mando flores a una desconocida que vive en Alemania. Abro mi Facebook y chateo con un hombre que no tiene manos y pinta lienzos de flores con los pies.
Detrás de mí hay otra con mis mismos huesos tecleando una comida barata en su móvil, tecleando un amor de ida y vuelta que se llama Jean y tiene la mirada rubia y el corazón de plomo.
Somos animales sin color olfateando musas bajo la alfombra de la hierba, bajo el pubis de una herida que no cerrará jamás, como esa ventana que en el invierno se deja abrazar por el frío, como ese balcón que amanece siempre repleto de niños muertos y escarcha.
KYLIE MINOGUE LLAMA A LA RESURRECCIÓN A LOS VIEJOS POETAS
Me pregunta (Kylie) por qué escribo, qué motiva este encierro mío sobre el peso de la palabra, de qué modo mi mundo es único y se encuentra dentro de todos los mundos que no existen, y la ciudad solo es un pedazo de acero que arde en el horizonte, y los ríos la llamarada de una canción que se queda pequeña con el paso del tiempo, en los labios de un pez que no sabe amar y muere.
Me pregunta (Kylie insiste cada madrugada, mientras afina el rubio de su pelo frente al agua ausente del espejo y un tipo malencarado comprueba el eco de un micrófono) qué significa ser poeta, por qué el poeta come sopa de sobre y barbitúricos, de qué modo envejece en el interior de la tierra de su vestido, cuál es su jardín soñado, sus maneras de andar por el poema, qué animales busca dentro de su propio animal, qué ruido de madre lo trajo al mundo y qué sentido tiene el mundo si solo se escribe su oscuridad.
Si he de ser sincera, no sé qué contestarle a Kylie. Por ese motivo me asomo a la ventana y observo el color blanco de un niño recién parido en las aceras, palpo la destrucción del aire junto a un teléfono móvil, me percato del vuelo sutil de una mosca que se acerca despacio a los labios del azúcar y muere panza arriba, como un barco antiguo, como una mujer repleta de cintas de amapolas y náufragos.
Pero ella insiste en la palabra POESÍA y recita versos de poetas muertos cuyo nombre no recuerda, y ajusta la avaricia de sus senos para decir que es necesaria la resurrección de las lentes con las que Martín Adán le escribió a la soledad de las piedras del Machu Pichu, que alguien debería volver a bordar el pañuelito azul que Lorca agitaba en el vientre alado de Manhattan una mañana ancha de abril, mientras Machado nadaba en el frío del camino y contaba los pasos de un puñal en su sien, mientras Vallejo comía muchachas descalzas y después arrugaba el ceño pensando que de este modo arrugaba la vida que no sirve.
Hay que resucitar a los viejos poetas que amaron la palabra, a los poetas que hicieron de sus máscaras una prisión hermosa, (Fernando Pessoa dice sí desde el silencio polar de un sombrero) a los poetas que siguen cautivos entre los dientes del olvido.
En ese punto, Kylie insiste y dice:
"¿Qué fue de la mordaza del mar entre las manos de Virgilio Piñera, de los gatos solos que visitaban las ruinas de Dulce María Loynaz, de los cuadernos de hambre de Reinaldo Arenas?"
Hay que desenterrar los versos que se ahogaron por falta de fe, drenar el mar en busca del sueño del hombre que no existe.
Hay que ponerse lunático escribir la palabra demente y esperar, recordar la desolación del pan echando a correr sobre la mesa y gritar:
"Poesía para el pobre, poesía necesaria".
¿Quién lo dice? (pregunta Kylie al otro lado de sus pestañas) Un tal Gabriel Celaya (respondo yo) el amigo más fiel de mi sombra.
Angélica Morales: La esposa del maíz. Nautilus Ediciones, 2023. Colección Capitanas
Es como la piel de una cebolla que se pudre.
Siempre es lo mismo, detrás de un genocidio llega otro genocidio aún, hombres blancos brillando al sol con sus armaduras que hacen que la mujer indígena se incline y le rece al hambre de su espada, le rece a su sexo embravecido, a todos los atributos de su raza que algún dios superior al nuestro ha elevado al infinito de un teorema.
El hombre blanco no ama la tierra, la ignora, la humilla, la pervierte, la destripa, la viola, la prostituye, le hace un hijo demencial, le hace una herida muy honda que la atraviesa de parte a parte, le hace un eslabón perdido en la ternura que ahora me resulta imposible encontrar.
Es como la piel del cemento entre los dedos, terca de quitar, de morder, de abandonar en el exilio de un sentimiento.
Y así andamos mi pueblo y yo, unidos al plomo de la tristeza, cargando a la espalda con la culpa que no tenemos, atendiendo al cuchillo, y al grito, y a la miseria que de noche se pone a danzar cerca de nuestros ojos, se pone nuestros zapatos y la boca aulladora de nuestros hijos, se pone la túnica sagrada e invoca al chamán que duerme dos cabañas más arriba, que ya no entiende más que de whisky y marihuana y sueña con muchachas pelirrojas con el ombligo taladrado por un piercing
Luego vendrá la guerra de hermanos, la guerra de clases, los distintos eslabones de una cadena que también se hace añicos y cae en la boca ensangrentada de la tierra.
Siempre es lo mismo, la pasión o la avaricia del hombre, la llegada del tren y la muerte de los caballos por falta de poemas o pactos con los EEUU.
Pero yo sigo hacia adelante con mi lucha y llamo a las puertas de Europa, llamo al pecho del Banco Mundial, llamo a Dios a cobro revertido y siempre contesta una voz muy pálida, como de mujer anochecida que me susurra:
"Dios ha salido a darle tormento a los indígenas. ¿En qué le puedo ayudar?"
Deja que te pregunte por el amor que llevas oculto en el bolsillo, por esa lluvia que te espera en casa, sentada a la mesa.
Deja que te pregunte por el terror de las cucharas, un día de invierno, sin sol, mientras la gente duerme bajo el peso de la culpa en otro lugar.
Deja que te pregunte por tu dolor favorito, por esa tibia que de noche sale a buscar muchachas desnudas, por el rencor de tu fémur las tardes de agosto.
Deja que te pregunte por las cosas que no sé, por los países que no he visitado, si es verdad que las piedras nos respiran y hay animales dormidos en el interior de nuestra sangre, afilando sus garras cerca de una pared.
Deja que te pregunte por esa pared que nos distancia, por esa división que hace que nuestras almas no puedan rozarse.
Deja que te pregunte por el paso ansioso de las horas, por ese vestido lunático que llevaste en nuestra primera cita, por ese jueves en que te besé, por aquel mes de abril en que te vi muerta por vez primera.
Naturaleza mía, a ti te canto, abro mi voz en dos y dejo salir a todas mis vírgenes muertas, a aquella sirena desnutrida que se casó con Apolo y ahora arde en llanto y noches de hiel.
Naturaleza mía, trocito de verde plástico, animal consentido de papá.
Papá como presidente de los Estados Unidos o del Brasil.
Papá que tiene la boca repleta de alfileres y hambre.
Papá que se masturba mientras una tortuga infantil pasea lentamente su agonía sobre el vestido del mar.
Papá que tiene planes para ti, naturaleza querida, que envenena manzanas y te las da a comer un domingo cualquiera, mientras los pájaros son azotados en sus jaulas y llegan las hienas para el festín.
Naturaleza mía a ti te canto o te amortajo o te pongo mi vestido de la primera comunión y dejo que las manos de un sacerdote te desnuden, que las manos de un sacerdote recorran una a una tus heridas, la cavidad más húmeda de todos tus sexos.
Cree en mí, naturaleza amada. Rézame a mí, que soy hombre y bestia y presidente de los Estados Unidos o del Brasil, que ya he aprendido a cultivar embustes y a quemar los bosque de Australia.
Deja que acaricie tus trenzas cenicientas, naturaleza mía, que lama el cadáver de tu nombre, que vuelva a juntar la ceniza de tus piedra para hacer allí una urbanización, un campo de golf, el paraíso necesario de los idiotas.