Premio Cuéntale un cuento a La Republicana

Mi relato «La traductora búlgara» ha sido elegido como ganador del I Concurso de relatos breves «Cuéntale un cuento a La Republicana». Quiero felicitar a La Republicana por esta iniciativa literaria y espero y deseo que el concurso se lleve a cabo durante muchas ediciones más. También quiero agradecer al jurado la confianza que ha depositado en mi obra. Sé que el nivel ha sido muy alto y lo ha tenido muy difícil. Felicito también a todos aquellos que se han presentado y en especial a los tres finalistas que han luchado codo con codo hasta el último momento por el galardón. En estos momentos me siento como Lina Morgan, agradecida y emocionada.

Aquí os dejo mi relato, buen provecho.

La traductora búlgara
por Angélica Morales

Lleva un sombrero verde de piel sintética.

Antes de entrar a La Republicana apura el cigarrillo. No es hermosa y arrastra el cansancio, también una maleta de ruedas forrada con pegatinas de hoteles. Tiene un perfil soviético, de rasgos angulosos, y aunque su correo electrónico era estricto, la traductora búlgara llega con retraso a la cita.

El camarero me sirve cerveza mientras un niño obeso finge tocar el piano. Lo imagino, al niño, veinte años después en este mismo lugar, puede que ya no tenga pelo y aborrezca a las mujeres, que se haya licenciado en biblioteconomía y sienta debilidad por las películas subtituladas. Lo imagino, ahora mismo, ofrecer un concierto invisible y hacerse de rogar cuando alguien lo reclama desde las mesas del fondo.

Bebo sin apartar la mirada de Dana, así se llama la traductora búlgara.

Vive en las afueras de Sofía, en un apartamento minúsculo que huele a humo y col. Hace unos meses se puso en contacto conmigo. Está interesa en traducir mis obras de teatro al búlgaro. Lo único que puede ofrecerme es un número indeterminado de ejemplares y la promesa de que Misha las representará en uno de los mejores escenarios de Bulgaria. Misha es un director de teatro famoso en toda Europa, es de origen ruso, juega al golf y tiene un gato persa al que llama Eliot, como el poeta inglés.

Antes de acudir a nuestra cita le he pagado una habitación a Dana en un hostal de la Gran Vía.

Sobre la cama, le he dejado un ramo de margaritas.

Me gusta Dana y me gusta frecuentar la tienda de los chinos, La Republicana, y las mujeres del este. Las prefiero viejas, de sonrisa rota, que no sepan hablar bien mi idioma y que no hurguen en mi cartera. Mujeres que ya se han borrado del mapa y que guardan los tangas en el bolsillo de sus abrigos de piel, como Dana.

Estoy sentado en la barra, bajo una placa que anuncia la “calle Carmen”. No soy un tipo hablador, por eso suelo pasar desapercibido entre los demás clientes. A mi lado un turista con acento alemán pide un pincho de tortilla y dos croquetas. El niño obeso continúa tocando el piano a la vez que tararea una canción de ópera.

No sé en qué momento se le ha llenado la boca, pero aporrea las teclas que no están, al tiempo que sus labios hacen picadillo el aire con una fina melodía.

Las actrices adoran los restaurantes con encanto, por eso suelo traerlas a La Republicana. También adoran retorcer mechones de pelo entre sus dedos mientras comen y acarician con la mirada los retratos que cuelgan de las paredes.

Confundo a menudo la geografía de sus cuerpos, pero no puedo olvidar el tono de sus voces o sus ademanes, la forma en que caminan sobre el escenario ni el olor a sudor dulce que emana de sus axilas al ensayar una obra.

– Invítame a una ronda, anda, y a unos “Huevos a La Republicana”, ¿sí? Y a un pastel de calabaza. El carajillo lo pago yo, por supuesto.

Cuando María Luisa interpretaba el papel de “La señorita Julia”, en el Teatro Principal, solíamos venir aquí, a escondidas del resto de la compañía. Entonces la amaba. En secreto la había convertido en Harriet Bosse, aquella joven actriz que en los ensayos de “Camino a Damasco” había logrado seducir a Strindberg.

Mientras bebo la cerveza, acaba de hacer acto de presencia una pareja vestida de negro seguida de una chica con la cámara al hombro. Cinco minutos más tarde llega un joven con gorra y pañuelo de lunares anudado al cuello.

La modernidad me espanta, prefiero la decadencia, esa ruina exacta que poseen las mujeres del este, como Dana, que da a lo lejos pequeños sorbos a su café.

Podría haber escogido violetas o tal vez una magnolia, sin embargo, obedeciendo a un impulso, me decidí por dejarle margaritas sobre su cama.

En la tienda de los chinos las flores crecen en el interior de las cajas registradoras y huelen a imperio y arroz tres delicias.

La chica de la cámara da órdenes a la pareja vestida de negro, mientras que el joven de la gorra y el pañuelo de lunares observa furtivamente su imagen en un espejito de mano, muy cerca de la traductora búlgara, a la derecha de la pareja vestida de negro que murmura entre sí, señalando al niño obeso del piano.

A pesar del ruido, escucho su conversación entrecortada.

– ¿Cómo se ve desde fuera el panorama cultural aragonés? – pregunta el joven de la gorra y el pañuelo de lunares.

Con disimulo, busca el mejor de sus perfiles.

La mujer vestida de negro se muerde el labio antes de contestar, pero el niño obeso que aporrea el piano aumenta su furia y en un intento por llamar la atención se lanza a los pies de la chica de la cámara interrumpiendo así la grabación.

Como cualquier dramaturgo que se precie, he de decir que el teatro está muerto y que la cultura hace siglos que agoniza.v Mi mejor perfil, como el de casi todo el mundo que se observe con atención al espejo, es el izquierdo.

Llevo puesta mi americana de la suerte.

Pero…como les iba diciendo, no suelo mezclar el trabajo con el placer. Más que enamorarme de las actrices, me enamoro de sus ausencias, del vacío que dejan sus bellezas en mi vieja memoria.

La madre del niño obeso, que por sus rasgos también parece búlgara, abandona su patata rellena para acudir al rescate. Al llegar a su altura y sin mediar palabra, le cruza la cara de un bofetón. Tiene restos de pan en el escote.

No es la primera vez que me traducen a otro idioma. Mi obra ya puede leerse en francés, inglés, alemán y rumano. Las traductoras siempre toman café frío y fuman a escondidas, mientras sus manos buscan sobrecitos de azúcar para entretener sus inquietos dedos. No, todavía no me he acercado a ella.

La observo desde mi rincón. Y pienso, si acaso sus bragas estarán raídas, cuantas mudas habrá en la maleta, si permanecerá en Zaragoza unos días o solo ha venido a pedirme el consentimiento oficial para la traducción de mi obra.

¿Qué ocurriría si yo apretase su cuello, si su respiración se detuviera entre mis dedos, en la habitación del hostal, después de haberle arrancado a las margaritas todos sus pétalos? La mujer de la cámara sale al exterior seguida por el joven de la gorra y el pañuelo de lunares anudado al cuello.

Discuten tras la puerta.

Tras la puerta se besan, una, dos, tres veces.

La traductora búlgara tiene los labios desnudos y la nariz demasiado larga. Cuando busqué sus fotos en Google parecía otra.

Es posible que tenga una hermana gemela que haya nacido en Budapest, por ejemplo. La gente miente.

Yo también comía cacahuetes y mentía asomado al Facebook hasta que decidí borrar mis huellas del mundo virtual.

Se acabaron los ensayos por hoy, he dicho.

En mi nueva obra el papel protagonista lo interpreta María Luisa. No pronuncia bien las erres y le falta energía sobre el escenario, pero siempre está dispuesta a echar un polvo. María Luisa ignora que su cabello huele a miel y flores muertas, su aroma viaja ahora en el gorro verde de piel sintética, y me llama.

El hostal de la Gran Vía es discreto.

Lo regenta una señora tuerta que plancha los billetes con el puño.

Me he quedado con ganas de preguntarle dónde perdió el ojo, si lo ha sustituido por uno de cristal o si alguna vez (en el caso de que haya decidido hacerlo) se le ha caído al plato de la sopa.

La traductora búlgara comienza a impacientarse.

Busca con la mirada a un escritor de teatro. 1´80 de estatura, complexión fuerte. Le dije que uso gafas y que estaría leyendo a Strindberg, pero a su alrededor no hay nadie, tan solo el niño obeso y su madre que, sincronizados, devoran los restos de la patata rellena. La pareja vestida de negro se aburre junto al piano. Da la sensación de que la entrevista les ha obligado a posponer su suicidio de poetas sin éxito.

Mi psiquiatra acaba de diagnosticarme esquizofrenia paranoide. La noticia me ha hecho feliz porque significa que me estoy acercando a la genialidad, incluso creo que se me ha puesto cara de ahogado. No sé por qué pienso que los dramaturgos han de morir ahogados, solos y ahogados en una bañara repleta de agua salada mientras una joven pelirroja sostiene tu mano inerte, como en uno de esos cuadros franceses.

Ahora que recuerdo, la habitación del hostal no tiene bañera, tan solo una ducha de plato por la que desfilan las cucarachas.

Estuve una vez allí con María Luisa, mi ayudante. A ella le gustan los hostales, las camas sucias y mear de pie, igual que si fuese un hombre.

María Luisa y yo no nos soportamos. Me ha cambiado por un narrador aragonés que escribe francamente mal.

De lejos, la traductora búlgara y ella tienen cierto parecido, el perfil y la impertinencia, quizá.

El tiempo no me espanta, por eso no llevo reloj. Sin embargo los poetas no dejan de mirar el suyo durante la entrevista.

Me gustaría poder oler la tristeza de uno de esos poetas, pienso.

Mi gato Eliot olía a Bourbon y acantilado y el caso es que nunca salió de casa, claro que mi gato Eliot no era poeta, más bien era un perro y se llamaba Traidor, como el gato de Misha. La mujer de la cámara regresa, deposita sobre la barra un billete de cinco euros y abandona La Republicana acompañada de la pareja vestida de negro.

En la calle, el joven de la gorra y el pañuelo de lunares anudado al cuello, fuma nervioso un cigarrillo.

Yo dejé el tabaco hace dos inviernos, ahora bebo cerveza y mastico chicle de menta. En los estrenos, cuando no tengo uñas, muerdo la nariz arrogante de María Luisa. Sé que lo nuestro está…

– Acabado – se apresura a decir María Luisa-. Muerto como el mar aquel donde flotan las cámaras de los turistas japoneses.

El turista que hace un rato ha pedido un pincho de tortilla y dos croquetas con acento alemán, vuelve a llenarse el estómago con una delicatesen de morcilla.

Antes de engullir, ruega a la camarera que le dispare una fotografía.

El cine me atrae tanto como Dana.

Rodaría con ella en la estación de Delicias, apeándose de un autobús viejo, buscando entre los demás bultos su maleta de ruedas forrada con pegatinas de hoteles antiguos.

Un plano corto de su gorro verde de piel sintética flotando entre el gentío y…

¡Acción!

El niño obeso parece leer mi pensamiento porque de pronto se apodera de la maleta de Dana y llegando hasta el piano deja caer su culo sobre la esfinge del Hotel Semíramis. Las maletas son habitaciones portátiles que transportan miserias: el cepillo de dientes sucio, ese sujetador que tiene un agujero a la altura de los corchetes, aquellas medias remendadas, un vestido de hace dos años, comprado en una tiendecita de Granada, tres novelas de amor de Barbara Carland, la funda de las gafas, un laxante, crema antiarrugas, el pijama de felpa con motivos orientales y un CD de Pavarotti.

Cuando las cosas comienzan a ponerse feas, me levanto y con gesto cómplice le indico al encargado que apunte las consumiciones en mi cuenta, luego, renqueando, hago mutis por el foro.

“Violetas, violetas”, murmuro sorteando el escalón de la entrada.

Violetas sobre la cama del hostal de la Gran Vía.

Cruzo la acera y saco las llaves del bolsillo.

Retiro el cartel que reza “Vuelvo en diez minutos” y abro mi negocio de ortopedia.

Antes de sentar a María Luisa en la silla de ruedas eléctrica le acomodo el gorro verde de piel sintética y le susurro al oído palabras de amor, se lo digo en búlgaro, porque María Luisa se parece mucho a una traductora búlgara que amé perdidamente en mi juventud.

Se llamaba Dana. Tenía un apartamento en las afueras de Sofía que olía a humo y col.

Ha comenzado a llover, lo veo a través de los cristales de mi ortopedia, pero aún imagino que estoy en La Republicana, esperando a Dana, como hace años, mientras nuestro pequeño hijo ya muerto finge tocar una melodía en el piano.

Autor: angelicamorales

Escritora, actriz, artista polivalente...

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