La hija de todas las mujeres tristes

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(Foto: Ubé)

LA HIJA DE TODAS LAS MUJERES TRISTES

Mi madre se reía poco. Siempre tenía cara de mal genio, solía fruncir el ceño y encorvar la espalda al andar. No se depilaba el bigote, ni las piernas y cuando se levantaba por las mañanas cogía un peine del cajón y se lo pasaba por el pelo encrespado; despacio, sin desenredarlo, como si al clavarlo pudiera llevárselo de un tirón. Trabajaba todo el día, limpiado en las casas. A veces se preparaba un bocadillo en la cocina, algo frío, una lata de atún mal distribuida que goteaba a través del papel de plata y que dejaba rastros de aceite en su bolso de piel sintética. Se subía en el autobús y miraba por la ventanilla, en realidad no veía nada, ni pensaba en nada especial. Mi madre siempre fue una mujer que se dejaba llevar, no tenía ambiciones; lo único que le gustaba era sentarse los domingos en la mecedora y beberse una coca cola. Adoraba las películas de vaqueros y el color azul del cielo. Cuando supo que yo iba a nacer, se encogió de hombros y me dejó crecer en su vientre. Tuvo un embarazo muy bueno, no vomitó ni se mareó; sencillamente engordó, se hincho como un globo y se llenó de varices eso sí, un montón de venas que la acompañaron durante toda su vida y que en las tardes de verano se calentaban como el motor de un coche, y entonces mi madre tenía que poner los pies en alto durante un rato y usar zapatillas en vez de zapatos de tacón para ir a trabajar.

A los nueve meses y una semana mi madre seguía conmigo dentro. En el hospital la pusieron a dilatar, la ingresaron dos días y la llenaron de líquido, pero yo no salía; me encontraba muy a gusto en la barriga de mi madre, esa mujer que no protestaba ni sufría. Una noche a las doce, rompió aguas. Había luna llena. Mi madre le dijo a la enfermera que iba a parir, pero después de tres intentos fallidos, aquella mujer que estaba de guardia y que hubiera preferido irse a celebrar el aniversario de bodas con su marido en vez de atender a primerizas, le dijo que no se lo creía. “Señora, si le tengo que hacer caso, voy lista”. Mi madre no contestó, se limitó a retirar la sábana y enseñarle las piernas: por sus muslos ensangrentados empezaba a asomar mi cabeza, negra y peluda como las piernas de mi madre. Se armó alboroto en la sala y se la llevaron corriendo al quirófano. Mi madre no gritaba, no se quejaba, simplemente dejaba que yo saliera, por el pasillo, mientras se acumulaban los médicos en el ascensor y se gritaban unos a otros. “Respire, señora, relájese”. No hacía falta, mi madre nunca estuvo más tranquila que en esa camilla, y así fue como me trajo al mundo, en un santiamén, sin molestar, sin que el personal médico supiera siquiera su nombre. A mí me puso Apolonia, como mi abuela, como ella. Porque mi madre se llamaba Apolonia Báguena. Me entregaron envuelta en una toalla, las enfermeras me hicieron una coleta y me ataron un lazo rosa. De agujerearme las orejas se encargó mi tía Ascensión, la coja.

A la semana de mi nacimiento mi madre se fue de viaje a Málaga. Mi padre era malagueño pero nada saleroso, todo lo contrario; yo siempre lo vi muy serio. Hablaba poco, fumaba puros y bebía coñac los sábados, amodorrado en el sillón, viendo la tele sin pestañear. Este abandono materno no me causó ningún trauma. Mi madre me dejó con mi tía y con ella estuve dos meses, los primeros de mi vida. Me acostumbré a su olor a colonia de limón, y a sus andares renqueantes. Solía acunarme en el patio, bajo el albaricoquero. Tarareaba canciones que nunca llegaba a terminar porque tenía mala memoria y se fatigaba mucho. Ascensión era una mujer enferma, redonda y con los ojos tristes, pero fue la única que me enseñó a sonreír. Mi abuela decía que las desgracias de mi tía, tenían que ver con su nombre. Por eso la llamaba Chon, aunque no le gustaba como sonaba y apenas lo sabía pronunciar. “¡Shon!”, gritaba desde el comedor. Era la soltera de la familia. Su pierna tullida, su largo historial de enfermedades, su incapacidad para servir en las casas y su apatía por el sexo contrario sentenciaron el futuro de mi tía. Por eso cuando llegué yo me tomó y no quiso soltarme. “Tú eres mi niña”, decía. Y aunque mi madre regresó a por mí, tuvo que llevarnos a las dos a vivir a Valencia, a un piso pequeño, cerca del mar. Me crié a su lado, dormíamos en la misma habitación y al crecer, incluso en la misma cama. Me ponía el pijama y saltaba al colchón buscando a oscuras su cuerpo cálido, su carne blanda, sus brazos fofos. Entre susurros mi tía me contaba cuentos, se los inventaba igual que se inventaba sus secretos; claro que yo sabía que no tenía ninguno, porque nunca se me despegaba. Me llevaba al colegio, me recogía, elegía mi ropa, forraba mis libros y recibía a mis amigas en el comedor, con mucha naturalidad, como si ella fuera la dueña de la casa. “¿Es tu madre?”, me preguntaban. Yo contestaba que no. En el fondo, que creyeran que yo tenía una madre coja me producía cierta vergüenza. Entonces Ascensión disimulaba y hacía como que no había escuchado la sequedad de mi negación. “Es mi tía, nada más”, sentenciaba rotunda para dejar bien claro que las tías son algo ajeno. Pero tampoco me satisfacía señalar a mi verdadera madre. Apenas la conocía, no teníamos relación. De vez en cuando me daba dinero para ir al cine, de mala gana, con ese gesto tan suyo de ausencia e infelicidad. No íbamos al parque, ni al circo, ni siquiera a la playa en verano. Me pasaba el día encerrada en mi cuarto con la eterna compañía de mi tía, que continuaba cantándome canciones e inventando historias.

Así pasaron los años hasta que mi madre volvió a quedarse embarazada y nació mi hermana Ángela. La conocí una tarde, estaba metida en un capazo con volantes. Era muy pequeña y tenía los ojos azules. A ella también se la entregó mi madre. Lo que más me molestó fue que invadiera mi habitación. Pusieron la cuna cerca de la mesilla para que mi tía pudiera vigilarla sin tener que levantarse. Yo ya no pude dormir igual, ahora tenía que compartir el cariño de la mujer contra la que me acurrucaba por las noches. Y sentí por primera vez los celos, y deseé que aquella niña llorona desapareciera para siempre. Fue por eso por lo que la tiré al suelo, una mañana, cuando mi tía estaba duchándose. “Cuida a tu hermanita”, me dijo. Entonces aproveché el momento, metí las manos en la cuna y agarré su cuerpecito. Pesaba poco. Lo miré un instante y lo dejé caer. Hizo un ruido sordo. Lo que ocurrió después no lo recuerdo, sólo escuché el llanto incesante de mi hermana y el zapato de mi tía, pisando fuerte en el suelo, y ¡zas! un bofetón que me hizo girar la cara. Le dieron tres puntos. Como resultado le queda una cicatriz a la altura de la sien. “Podías haberla matado”, eso me dijo mi madre, pero no me tocó; se sentó en la mecedora y se bebió una coca cola, para calmar los nervios o acelerar su genio, no sé.

Desde aquel día mi hermana fue una mujer tan triste como mi madre. Creo que el accidente las unió porque tres meses más tarde, Ángela se trasladó al dormitorio de mis padres. Dormía en medio, entre el cuerpo flácido de mi madre y la barriga de mi padre. Ellos le dieron calor a su manera y yo regresé a mi refugio, pero mi tía ya no me contaba historias ni se inventaba secretos. A partir de ese momento me contó sólo la verdad. Me enseñó lo que era bueno y lo que era malo. Me tuve que conformar.

Mi madre enviudó al mismo tiempo que mi tía Angelines, su hermana mayor, la que vivía en el pueblo. Y mi casa se convirtió en un velatorio. Allí se reunieron todas las mujeres de mi familia: mi abuela, mis tías, mis primas… Y todas eran infinitamente tristes. Tenían un aire de melancolía constante. Sus labios siempre estaban cerrados en una fina línea. Juntaban las manos en su regazo y suspiraban. Yo entraba y salía del comedor como una autómata y me contagié de su pena y no quería ir al colegio porque me daban ganas de llorar. Pero no sabía la causa, en realidad no tenía ninguna. Aquellas mujeres lastimeras me resultaban extrañas. Mi madre era la única que no lloraba. Se asomaba a la ventana y contemplaba las nubes, en silencio, sin dejar de apretar el bote de su coca cola. Supongo que pensando en mi padre. Tampoco se lo pregunté, me daba miedo acercarme a ella. Hubiera querido hacerla sonreír, pero no sabía cómo.

Mi prima Antonia se casó en septiembre. Mi tía fue la madrina. Se compró un vestido de terciopelo verde y una pamela negra. Mi madre le prestó un broche de oro y se lo colocó en la solapa. Ellas se dejaban las cosas, se reunían en torno a la cama y sacaban sus joyeros, intercambiando pendientes y pulseras. Yo a mi hermana no le dejaba nada. Guardaba la llave de mi armario celosamente y tenía la ropa interior y las medias contadas para que no me las quitara. La boda cambió los rostros de las mujeres de mi familia. Bebieron vino y fumaron cigarrillos con el café. Después bailaron unas con otras, muy juntas, sin perder el ritmo. Mi madre se acopló a mi tía y estuvieron un buen rato danzando en la pista. Mi hermana y yo no nos levantamos de la mesa; ella hacía bolitas con las migas del pan y yo jugueteaba con la tarjeta del menú: “Enlace de Antonia Y Juan José”, me lo sabía de memoria. Las burbujas del champán me proporcionaron el valor para aferrar la mano de mi hermana y sacarla a bailar. Ella me miró sorprendida. Con Ángela me ocurría lo mismo que con mi madre, me daba reparo su cercanía. Aún así, enlazamos nuestras manos y nos movimos, primero con cautela, sin tocarnos apenas, girando torpemente alrededor de las otras parejas, para pasar luego a unir nuestros cuerpos igual que mi tía unía el suyo al de su hermana, y mi abuela al de su hija. Me salió sin pretenderlo. Acerqué mi boca a la oreja de mi hermana y lo dije: “Te quiero”.

Fue sencillo. Supongo que es lo que debería haber hecho hace mucho tiempo. Ángela se tensó en mis brazos, respiró hondo y me contestó que me olía el aliento a chupito de manzana. No me importó. Al pronunciar aquellas palabras había sentido alivio. Y quería volver a pronunciarlas de nuevo. Dejé a mi hermana y busqué a mi madre. Me agarré a su cintura y al son de un bolero, repetí: “Te quiero, mamá, siempre te he querido”. Mi madre se paró en seco, me miró y me dio un pequeño empujón, cariñoso y espontáneo. “Apolonia, me has pisado dos veces, a ver si aprendes a bailar”. Y descubrí que en aquel reproche había aceptación porque inmediatamente sonrió, era la primera vez que sonreía desde que me trajo al mundo, desde que el mundo la trajo a ella. Igual que mi hermana, que reía junto a mi abuela y a mis tías. Todas las mujeres tristes mudaron su faz y se olvidaron de fruncir el ceño, porque comprendieron que se querían y lo dijeron en voz alta, y los tequieros resonaron en el salón de bodas, en el enlace de Antonia y Juan José, un año cualquiera, en una ciudad que no importa.

Autor: angelicamorales

Escritora, actriz, artista polivalente...

3 opiniones en “La hija de todas las mujeres tristes”

  1. Jo, q bonito! A veces, para q las cosas cambien, basta un «te quiero». Me gustan todas tus historias, pero las q, como esta, tienen final feliz, aun me gustan más. Un abrazo!!

  2. Vaya, cómo una palabra puede transformar todo, será por la necesidad que todos tenemos de ser queridos? y el que no lo hagan saber es lo más rico…felicidades tu narración me gustó…

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