«Hacia el futuro», un relato de Ángeles Prieto Barba

Hoy cedo mi sitio a una invitada de lujo, la escritora gaditana Ángeles Prieto Barba.  Seguro que su relato os encanta. Pasen y tomen asiento en este peculiar casino virtual. Se sirven cañas y calamares fritos en su punto de presunción.

Hacia el futuro, obra de Ubé

HACIA EL FUTURO

Sólo cinco farolas del parque iluminaron a Vicenta Bescós camino al trabajo una mañana helada. Era temprano, las siete en punto, por lo que ningún alma podría corresponder por las calles a su sonrisa complacida, segura de la animación que desbordaría el lugar en unas cuantas horas, aquella multitud que de fijo acudiría para festejar la visita del nuevo Ministro de Gobernación ante el que Huesca se mostraría resplandeciente. Porque Vicenta ahora se sentía útil, parte del paisaje, representante digna de su ciudad laboriosa, íntimamente satisfecha por su condición de supervisora de la cuadrilla de limpiadoras, cocineras y camareras que habían engalanado el Casino aquel día para el señor Ministro. Que bien podría mostrarse después don Lorenzo, el director del Círculo, siquiera un poco rumboso al repartirles luego las propinas merecidas.
Pascual, el mayordomo, ya la esperaba bajo los dragones del portón para supervisar antes todo el edificio: las tres estanterías de nogal de la librería  libres por completo de polvo, la forja de los calefactores y los barrotes de la escalera relucientes, los colores de las vidrieras más vivos y alegres que nunca. Que nadie podría jurar haber visto jamás al Círculo tan bonito. Ese gran Casino de Huesca, el  trabajo de su vida.
Pues mucho le costara en su día a doña Vicenta Bescós formar parte de su plantilla, puesto soñado y codiciado entonces, en la Segunda República, por tantas campesinas honestas que escapadas del hielo y el hambre de los pueblos cercanos, ansiaban disfrutar allí de un sueldo justo y ser consideradas luego como señoritas. Como obligados requisitos para entrar, el señor director y Pascual, el viejo mayordomo, ponderaban mucho las manos de virgen, el recato en los ojos de las mozas, la prestancia en las tareas, no escuchar ni intervenir nunca en las  conversaciones de los señores, siempre graves y solemnes, campanudas. Y ninguna severa matrona de estado civil casada, siquiera como cocinera, podía pertenecer a esa exquisita nómina laboral de ángeles diligentes y sin novio, discretos y amables, encargados de hacer la estancia agradable a los señores socios. Uno como don Domingo, aquel abogado espigado y calvo, siempre generoso, que acudía cada tarde a leer el periódico y practicar la esgrima, escapando así feliz, por unas horas, de aquel mastín salvaje con el que conceptuaba a su señora suegra, el regalo que le mandó el demonio cuando se aposentara días atrás en su casa y transformó su hogar dichoso en un infierno, pues sus amigos del Casino, al menos, no le llamaban allí merluzo, inútil ni mastuerzo. Ni le trataban peor que a un trapo viejo.
No todos eran así, pensaba Vicenta repasando su atuendo ante el espejo, recordando la chispa de odio mutuo que intercambió hacía unos instantes con don Lorenzo, el señor director, cuando éste le ordenara de nuevo, de nuevo, que le limpiara otra vez los zapatos, pues no le habían quedado brillantes, no lo suficiente. Y nada detestaba más Vicenta que agacharse ante él, postrada de hinojos. Mejor despellejarse las rodillas fregando el mármol frío, o limpiar las letrinas una vez y otra, con ese vejestorio de don Melquíades que los visitaba de cuando en cuando, temible por el Parkinson que no le permitía tener en los servicios puntería alguna. Pero agachada ante  don Lorenzo, aguantando sus insoportables sarcasmos, mirando su barbilla dura, se alegró de que sus gentilezas con él habían quedado zanjadas hacía ya mucho, demasiado tiempo.
Terminada su inspección, Vicenta no pudo menos que asomarse a la gran balconada, adornada para aquel festejo con las tres banderas preciosas de España, Aragón y Huesca ondeando felices, nuevas, recién bordadas y con el micrófono delante, en su sitio. Ay, quien llegara a ser señora ministra, pensó recorriendo la terraza con una sonrisa, bien consciente de que ella, con sus propios apellidos, había votado por vez primera tan sólo unas semanas antes, introducida su papeleta propia en la caja de cartón del Cabildo, y así logró pensar en el futuro de las mujeres esperanzada, diciéndose a sí misma que, en un tiempo cercano, todo se andaría.
Pero poco tiempo tuvo de quedarse ensimismada, que el vocingleo de la multitud, las bocinas de los coches y todas las chicas corriendo le anunciaban ya la llegada de don Diego Samper bajando orondo de su Panhard-Levasseur ante las rejas del Casino, por lo que se apartó de la terraza presta a cumplir su día de trabajo duro. Y las horas volaron raudas entre bandejas de canapés, ajustes de última hora, mantener el champaña frío y recoger alguna copa rota.
Siete horas después, luego de despedir a aquellas hordas del desorden y la etiqueta, de limpiar y recogerlo todo, recorrió la plaza, el parque y luego seis callejuelas más, oscuras y pobres, con paso seguro, diligente, para después subir las tres tandas largas de escaleras que la separaban de aquello que más quería, aquello por lo que trabajaba.
-Hola, mamá, has llegado tarde.
-Hola, nenita, ¿has aprendido mucho en el colegio?, ¿pero qué haces que no estás ya en la cama, leyendo tan de noche, qué te vas a quedar ciega?
Es que mañana tengo examen. Y tengo que estudiar mucho, mucho, para llegar a ser un día Ministra o directora del Casino, como tú quieras.
Y una tarea más aquella noche hubo de cumplir Vicenta, un tazón de leche con migas y bien caliente, para la niña de sus entretelas, el tesoro oculto de su corazón, su pequeña Teresa que la mirara firme y orgullosa como horas antes lo hiciera ante ella su verdadero y oculto padre, con la barbilla alta, desafiante y enhiesta.

ANGELES PRIETO BARBA

Sólo cinco farolas del parque iluminaron a Vicenta Bescós camino al trabajo una mañana helada. Era temprano, las siete en punto, por lo que ningún alma podría corresponder por las calles a su sonrisa complacida, segura de la animación que desbordaría el lugar en unas cuantas horas, aquella multitud que de fijo acudiría para festejar la visita del nuevo Ministro de Gobernación ante el que Huesca se mostraría resplandeciente. Porque Vicenta ahora se sentía útil, parte del paisaje, representante digna de su ciudad laboriosa, íntimamente satisfecha por su condición de supervisora de la cuadrilla de limpiadoras, cocineras y camareras que habían engalanado el Casino aquel día para el señor Ministro. Que bien podría mostrarse después don Lorenzo, el director del Círculo, siquiera un poco rumboso al repartirles luego las propinas merecidas.

Pascual, el mayordomo, ya la esperaba bajo los dragones del portón para supervisar antes todo el edificio: las tres estanterías de nogal de la librería libres por completo de polvo, la forja de los calefactores y los barrotes de la escalera relucientes, los colores de las vidrieras más vivos y alegres que nunca. Que nadie podría jurar haber visto jamás al Círculo tan bonito. Ese gran Casino de Huesca, el trabajo de su vida.

Pues mucho le costara en su día a doña Vicenta Bescós formar parte de su plantilla, puesto soñado y codiciado entonces, en la Segunda República, por tantas campesinas honestas que escapadas del hielo y el hambre de los pueblos cercanos, ansiaban disfrutar allí de un sueldo justo y ser consideradas luego como señoritas. Como obligados requisitos para entrar, el señor director y Pascual, el viejo mayordomo, ponderaban mucho las manos de virgen, el recato en los ojos de las mozas, la prestancia en las tareas, no escuchar ni intervenir nunca en las conversaciones de los señores, siempre graves y solemnes, campanudas. Y ninguna severa matrona de estado civil casada, siquiera como cocinera, podía pertenecer a esa exquisita nómina laboral de ángeles diligentes y sin novio, discretos y amables, encargados de hacer la estancia agradable a los señores socios. Uno como don Domingo, aquel abogado espigado y calvo, siempre generoso, que acudía cada tarde a leer el periódico y practicar la esgrima, escapando así feliz, por unas horas, de aquel mastín salvaje con el que conceptuaba a su señora suegra, el regalo que le mandó el demonio cuando se aposentara días atrás en su casa y transformó su hogar dichoso en un infierno, pues sus amigos del Casino, al menos, no le llamaban allí merluzo, inútil ni mastuerzo. Ni le trataban peor que a un trapo viejo.

No todos eran así, pensaba Vicenta repasando su atuendo ante el espejo, recordando la chispa de odio mutuo que intercambió hacía unos instantes con don Lorenzo, el señor director, cuando éste le ordenara de nuevo, de nuevo, que le limpiara otra vez los zapatos, pues no le habían quedado brillantes, no lo suficiente. Y nada detestaba más Vicenta que agacharse ante él, postrada de hinojos. Mejor despellejarse las rodillas fregando el mármol frío, o limpiar las letrinas una vez y otra, con ese vejestorio de don Melquíades que los visitaba de cuando en cuando, temible por el Parkinson que no le permitía tener en los servicios puntería alguna. Pero agachada ante don Lorenzo, aguantando sus insoportables sarcasmos, mirando su barbilla dura, se alegró de que sus gentilezas con él habían quedado zanjadas hacía ya mucho, demasiado tiempo.

Terminada su inspección, Vicenta no pudo menos que asomarse a la gran balconada, adornada para aquel festejo con las tres banderas preciosas de España, Aragón y Huesca ondeando felices, nuevas, recién bordadas y con el micrófono delante, en su sitio. Ay, quien llegara a ser señora ministra, pensó recorriendo la terraza con una sonrisa, bien consciente de que ella, con sus propios apellidos, había votado por vez primera tan sólo unas semanas antes, introducida su papeleta propia en la caja de cartón del Cabildo, y así logró pensar en el futuro de las mujeres esperanzada, diciéndose a sí misma que, en un tiempo cercano, todo se andaría.

Pero poco tiempo tuvo de quedarse ensimismada, que el vocingleo de la multitud, las bocinas de los coches y todas las chicas corriendo le anunciaban ya la llegada de don Diego Samper bajando orondo de su Panhard-Levasseur ante las rejas del Casino, por lo que se apartó de la terraza presta a cumplir su día de trabajo duro. Y las horas volaron raudas entre bandejas de canapés, ajustes de última hora, mantener el champaña frío y recoger alguna copa rota.

Siete horas después, luego de despedir a aquellas hordas del desorden y la etiqueta, de limpiar y recogerlo todo, recorrió la plaza, el parque y luego seis callejuelas más, oscuras y pobres, con paso seguro, diligente, para después subir las tres tandas largas de escaleras que la separaban de aquello que más quería, aquello por lo que trabajaba.

  • Hola, mamá, has llegado tarde.

  • Hola, nenita, ¿has aprendido mucho en el colegio?, ¿pero qué haces que no estás ya en la cama, leyendo tan de noche, qué te vas a quedar ciega?

  • Es que mañana tengo examen. Y tengo que estudiar mucho, mucho, para llegar a ser un día Ministra o directora del Casino, como tú quieras.

Y una tarea más aquella noche hubo de cumplir Vicenta, un tazón de leche con migas y bien caliente, para la niña de sus entretelas, el tesoro oculto de su corazón, su pequeña Teresa que la mirara firme y orgullosa como horas antes lo hiciera ante ella su verdadero y oculto padre, con la barbilla alta, desafiante y enhiesta.

ANGELES PRIETO BARBA

Autor: angelicamorales

Escritora, actriz, artista polivalente...

2 opiniones en “«Hacia el futuro», un relato de Ángeles Prieto Barba”

  1. Querida Angélica, no sé si has sido tú o es la propia Ángeles Prieto la que se autodenomina escritora. Creo que a este término, el de «escritor», habría que tenerle un mayor respeto del que se le tiene, y reservarlo para aquellos que han entregado su vida a escribir, han dejado atrás todo para hacerlo, y por ende tienen unos cuantos libros de calidad publicados. No todo el que escribe es escritor, qué más quedaba.
    Por otro lado el cuento es medianamente digno. No podría decir más.

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